¡Están locos!, eso nos decían cada vez que contábamos, con algo de temor, pero más con orgullo, que nos habíamos inscrito a una carrera de montaña en Guatemala, de 77 kms y la bobadita de casi 6.000 de desnivel. Aún, a pesar de los constantes avisos que anunciaban nuestra locura, no habíamos dimensionado la aventura que no esperaba hasta que llegamos a Antigua y pudimos ver, frente a frente, los imponentes volcanes de Agua, Fuego y Acatenango, tan grandes y empinados, que cualquier otra montaña que les rodea (o que habíamos subido en nuestros entrenamientos en Colombia), se veía absolutamente pequeña e indefensa.
Siendo las 10:00 de la noche nos dieron la partida, antes de correr nos dimos un abrazo grupal y salimos a nuestra hazaña. Iniciamos con unos buenos kilómetros empinados de asfalto, para luego emprender la subida a “la bestia”, el volcán de Agua, que nos dio la bienvenida con un camino un poco técnico y lleno de piedras pequeñas que, sin más, alborotaron la fascitis plantar. “Pucha, apenas empecé el primer volcán y este dolor me está matando”, repetía en mi mente mientras trataba de llevar el paso de Cris y Mirthica, a quienes se les veía muy sólidos y no quería detener por mi culpa.
Decidí entonces tomar una pastilla para el dolor y enfocar mis pensamientos en la experiencia mágica: era de noche, estábamos literalmente cruzando las nubes que estaban mucho más abajo que la cumbre del volcán y flotaba en el ambiente una especie de llovizna que se mantenía estática y no permitía que la luz de nuestras linternas pudiera iluminar a un punto más lejano. El camino de bajada era distinto, no había sido trazado por los montañistas habituales, sino que fue creado por la organización abriendo paso entre la vegetación. Mirthica tomó la delantera gritando “vamos, vamos juntos”, mientras Cris y yo, conociendo nuestra torpeza bajando montañas, nos despedimos sabiendo que no la volveríamos a ver hasta la meta. Fue un descenso resumido en toboganes de tierra que se bajaban a altas velocidades, sin posibilidad de frenar o controlar la inevitable caída. Mientras bajábamos desapareció la fascitis, pero apareció un nuevo dolor, uno mucho peor, el temido dolor de estómago.
Salimos del Agua y llegamos a un pueblo llamado Alotenango, donde había un punto de control. Comimos algo, nos hidratamos y salimos hacia el Volcán del Fuego. En la subida, completamente oscura y silenciosa, el dolor de estómago se intensificó, por lo que tuve que parar varias veces para vomitar o intentar evacuar por otros medios. Cris, que se percató de mi lamentable situación, me dio algo de espacio para mis necesidades, pero desde una distancia prudente me apoyaba gritando “¡¡vamos Jorgito!!”. Alcancé al compañero de aventuras y continuamos subiendo, mientras que el sol se asomaba por el ya superado Volcán del Agua. Después de varias horas dándole, nos encontramos a unos corredores que estaban descansando y nos recomendaron hacer lo mismo porque aún faltaban unas cuantas horas para llegar a la cima. Allí me dispuse a descansar e hidratarme, pero me di cuenta que a un soft flask le quedaba un par de sorbos y el otro (el que estaba más lleno) ¡¡SE ME HABÍA CAÍDO!!
“¿Cuánto falta para el próximo punto de control?”, pregunté, “este año quitaron el punto de Horqueta, por lo que el siguiente estará en Tonel, como a unos 8 kms más”, respondieron. “No puede ser, ¿ahora qué hago?, estoy evidentemente deshidratado y no tengo qué tomar, creo que hasta aquí llegué”, pensaba mientras el dolor de estómago iba incrementando. “Pues nada Cris, hagámosle, entre más rápido lleguemos al punto, mejor”. Continuamos nuestro camino, que poco a poco se iba volviendo más tierroso y con menos vegetación, mientras que cada 30 mins Cris me regalaba un sorbo de la poca agua que le quedaba. Adoptamos una estrategia de pedir líquido a todo caminante o corredor que nos encontrábamos, pero la mayoría de personas apenas tenían las justas. Llegando a la punta, justo antes de un corto descenso al horcajo que une a Fuego con Acatenango, un caminante (Manuel), nos regaló a cada uno una bolsa de agua. No podíamos creerlo, teníamos por fin líquido que, definitivamente, nos permitió seguir en competencia.
Emprendiendo subida al Acatenango el dolor de estómago seguía presente, a punto que tenía que parar varias veces y aprovechar algunos “baños” que estaban instalados cerca a unas cabañas que parecían abandonadas. Desde que Manuel nos regaló agua hasta el punto de control nos tomamos unas dos horas más, por lo que nuevamente empezamos a sentirnos deshidratados. Un corredor de 100 kms nos acompañó y al vernos en necesidad de líquido nos regaló un par de sorbos antes de seguir con su camino. Cuando llegamos al PC vi a una corredora (la segunda o tercera mujer después de Mirthica) que llenaba un bidón muy parecido al que había perdido. Le dije “ay yo perdí uno así, igualitico”, me miró titubeando y con algo de esfuerzo dijo “entonces debe ser el tuyo, me lo encontré en el camino y la verdad me salvó la vida, estaba muriendo de sed”.
De nuevo con mis dos soft flask, y a unos 3 kms para la cumbre de Acatenango, retomamos camino en un terreno volcánico que hacía que cada paso se hundiera en la tierra. Mientras subía solo pensaba “vamos Jorge, bajamos este último volcán y llegamos al PC de La Soledad, allá nos retiramos, solo aguanta un poco más”. La bajada no fue mejor, cada vez que intentaba aumentar el paso sentía una bola incrustada en mi estómago que saltaba, rebotaba y dolía. Nuevamente acudí a distraerme con el paisaje, viendo por encima de las nubes como al fondo se veía un pequeño pueblito que tracé como meta de mi aventura. Todos saben lo competitivo que soy, por lo que sé que se hubieran sorprendido de saber que estaba totalmente decidido a retirarme en ese punto, a 30 kms de la meta.
En el PC La Soledad informé mi situación y una voluntaria buscó una especie de “Sal de Frutas” que, aseguró, me sacaría todos los gases y me aliviaría. Descansamos bastante, mientras Cris me decía “vamos Jorgito, ya logramos lo más difícil, solo nos quedan estos últimos 30 kms, imagínese que está con JuanPa (mi mayor contrincante -en el buen sentido de la palabra- en los entrenamientos) y no se puede dejar de él”. Apenas sentí un poco de alivio le dije a Cris “hágale, vamos”, y tomamos camino, mientras que los chapines nos gritaban “¡¡¡vamos Colombia!!!”.
Los últimos 30 kms, en su mayoría asfalto o carretera destapada, fueron una gran sorpresa. Por un lado, emprendimos con Cris un buen ritmo que nos permitió alcanzar entre 10 y 15 corredores, ya cansados a esas alturas de la carrera. Por otro lado, el efecto de la medicina rápidamente desapareció, volviendo esa bola que rebotaba y dolía en mi estómago. Decidí, por más dolor que tuviera, no parar, y noté que si forzaba expulsar algunos gases eructando, sentía un alivio momentáneo. Llegamos a Antigua, donde nos quedaban unos 4 o 5 kms empinados para llegar a la meta. Cris, que todo el tiempo estuvo fuerte, marcó el paso y empezó a pasar a los últimos corredores, los más rápidos (un francés, un tico y un chapín), que hacían todo lo posible para que los colombianos no los pasaran. Quedando aproximadamente un kilómetro, y en plena lucha con el último y más reacio en dejarse pasar, el costarricense, Cris dice “me quemé”. En ese momento supe que tenía que devolverle el favor al compa que me había acompañado por más de 70 kms con mis múltiples dolores y llevarlo hasta el objetivo sin dejarse ganar del competitivo contrincante.
El “Jorgito competitivo” apareció, olvidó todos los dolores y emprendió paso como si estuviera luchando con Juanpa por el primer lugar. “Vamos Cris, vamoooos!!”, le gritaba mientras dejábamos totalmente agotado a los demás corredores. Antes de llegar a la meta me detuve, esperé a Cris, quien apareció a unos pocos segundos, y cruzamos juntos la tan anhelada meta, mientras que Mirthica nos esperaba ya hace unas horas, con el título de la primera mujer en los 77 kms. “Le dije que lo íbamos a lograr, se lo dije”, me gritaba Cris, mientras que repetimos, precisamente en el mismo lugar, el abrazo grupal que nos habíamos dado 19 horas y media antes.
Tres últimas cosas por decir. La primera, la montaña nos recuerda lo pequeños que somos, pero lo capaces que podemos llegar a ser si nos lo proponemos. La segunda, las situaciones extremas nos permiten valorar cosas que en la vida diaria consideramos insignificantes, como un pedazo de papel higiénico, un sorbo de agua o una pastilla para el dolor. La tercera, ayer me preguntaba Mirthica: “después de meditar, ¿ya podrías decir que regresarías a correr ultra distancia?”, parte de mi hubiera querido decirle “nunca más”, pero no sería honesto, obvio que volveré, la montaña es una gran mentora de vida que quiero que me siga recordando que no hay atajos para llegar a la cumbre y solamente con constancia, paciencia y perseverancia se llega a la meta.
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