¿Saben ustedes qué es un Tolimazo?
- Diana Acuña
- Mar 7
- 9 min read
Dos días y Un Nevado
El pasado 28 de febrero iniciamos la travesía hacia uno de los lugares más mágicos y majestuosos en los que he podido estar. No sé si el esfuerzo físico que hicimos para llegar hasta allá potenció mi sensibilidad, pero el hecho de estar 5.220 metros más cerca del sol, ver ese amanecer que formaba una línea en el horizonte entre tonos rojos, morados y amarillos atrapados en una gama de azul y gris del espeso cielo, dando paso a la luz del día, fue un espectáculo mágico. ¡Qué fortuna estar allí para contemplarlo! ¡Qué minúsculos somos en este mundo tan inmenso! Entre todos intentábamos encontrar los adjetivos precisos para describirlo, pero la verdad es que no hay palabras para transmitir lo que se siente allá arriba.
Todo el recorrido para llegar hasta allí y regresar fue una aventura sin igual. Desde nuestro encuentro con los guías, que esperaban a un grupo de triatletas sobrehumanos, hasta su sorpresa al encontrarse a los tres atletas y una mujer diminuta. Nos preguntaron: "¿Cuál es el objetivo de hacer el recorrido en la mitad del tiempo?". Y todos, sin saber muy bien qué responder, acudimos a la única verdad que compartíamos: "Porque nuestra entrenadora cree que podemos hacerlo en este tiempo". Y aquí entre nos, también porque fue la opción que surgió después de nuestra primera serendipia: originalmente íbamos al Nevado Santa Isabel, pero el cupo disponible era menor al grupo inscrito. Entonces, nuestra querida Talu Realpe, siempre recursiva, reunió a los "mijitos" que ella creía capaces de lograr la travesía en el mismo tiempo designado para Santa Isabel.
Comenzamos a caminar a las 11:35 p.m., iniciando en el Valle del Cocora, el cual no pudimos ver debido a la oscuridad. La caminata estuvo acompañada por el sonido del río Quindío, que cruzamos en varias ocasiones por puentes colgantes. Tuvimos la fortuna de contar con una noche despejada y, en un par de oportunidades, apagamos nuestras linternas para mirar al cielo y sentir la inmensidad de las estrellas. Al entrar al Parque Nacional Natural Los Nevados, encontramos algunas indicaciones de la ruta, de las cuales dos llamaron mi atención: la primera, que el borde de nieve está cada vez más lejano, lo que me entristeció; y la segunda, que, según el letrero de entrada al parque, el recorrido de ida y regreso toma cuatro días.
Aquella noche fue de caminata tranquila, con un cielo estrellado y maravilloso. Pasamos por el bosque de niebla, luego al páramo y superpáramo, donde nos detuvimos a observar a los caminantes que ascendían al nevado a kilómetros de distancia, pero con una conexión única a través de las linternas en nuestras cabezas. Nos sorprendió un amanecer mágico, que reveló las negras y recortadas siluetas de las montañas sobre un cielo enrojecido.
Finalmente, pudimos ver la majestuosa cima del Nevado del Tolima y, a su costado, la vista del Nevado Santa Isabel. Concluimos nuestra primera caminata de 17 km en seis horas y media. Luego de desayunar, dormimos, almorzamos y tuvimos un breve espacio de karaoke a capela, interpretando "Hacer el amor con otro" de Alejandra Guzmán (¡los efectos de estar a 4.000 m s. n. m.!). Nuestros guías nos explicaron el uso de los crampones y el arnés, y decidimos no llevar el piolet, pues el nivel de la nieve permitía hacer el recorrido con bastones.
Dormimos un poco más y, a las 10 de la noche, ya estábamos de nuevo en pie para continuar nuestra aventura y descubrir, por fin, lo que había en la cima del anhelado nevado, cuya imponente cumbre habíamos visto en muchos de nuestros entrenamientos en Monserrate, El Oso y La Viga. Felices, salimos a caminar a las 11 p.m., atravesando de nuevo el páramo. Admito que no recuerdo mucho de esa parte de la caminata, más allá de la noche estrellada, las conversaciones cortas y la expectativa de llegar al borde de nieve. Al acercarnos al campamento base Arenales, dejamos todo lo innecesario para ascender. Nos colocamos el arnés y seguimos hasta una de las partes más divertidas de la travesía: escalar en roca.
En mi cordada, Will sufrió un pequeño ataque de pánico al sentir que se alejaba del suelo. Su rostro pálido reflejaba el miedo que lo invadía. "No puedo, me devuelvo", dijo. ¡¿Qué?! Le respondí: "¡Has llegado hasta aquí! Todo lo que hemos caminado y ¿te vas a devolver?". Lo abracé y le transmití calma. Nuestro guía, con voz firme pero tranquilizadora, lo animó a seguir, y, tras unos instantes, ya estábamos arriba.
Allí estaba la nieve, lista para ser pisada por primera vez. Nos colocamos los crampones y avanzamos con una única advertencia: la cuerda siempre debe estar en tensión. Escuchar al guía decir: "Diana, la cuerda debe estar en tensión", me hizo recordar cuando Talu me dice que soy "media rueda". Esas frases que resuenan en la mente...
De repente, llegamos. ¡Lo logramos! Y entonces, el amanecer. ¿Habrá algo más majestuoso? Las fotos no pueden capturar esos instantes en los que el sol aparece entre la capa gris de la noche, sobre el piso blanco, con una paleta de colores indescriptible. Escribo y lloro de nuevo. Soy absolutamente afortunada. Miro alrededor y Cristian, uno de nuestros guías, nos muestra cómo el Ruiz esparce sus cenizas. Veo el Ruiz y pienso en GAP, mi papi, quien, sin querer o queriendo, siempre me habló de su aventura escalando el nevado. No solo lo escaló, sino que se anticipó para prepararles agua de panela a sus compañeros. Ahí está pintado ese señor Acuña y toda su estirpe noble.

Veo a Dani acompañado de su ardilla y solo pienso: seguro le contará a Paz cada detalle. Ojalá que en el corazón de Paz exista tanto orgullo por las historias de su papi como el que yo siento por el mío.
Pienso en mi mamá, en lo fuerte que fue subiendo el Cocuy, y me pregunto si algún día podré describir lo que acabo de ver aquí. Es increíblemente bello, pero jamás se comparará con el orgullo que sentí cuando la vi llegar a Punto de Nieve en el Cocuy hace algunos años.
Pienso en mi hermana y, al ver la pureza de la nieve reflejando destellos de luz, solo digo: "My baby, esto es sanador. Habita en los lugares donde quieres estar".
Y de repente, solo pienso en cuándo vendremos con Dharma y Emma, mis sobrinas, la extensión de las bellas sonrisas de mis hermanos, a disfrutar de esto. Me invade un poco de tristeza al recordar cómo el hielo ha ido reduciéndose poco a poco, y solo pido tener la oportunidad de traerlas aquí para que puedan ver y sentir lo mismo que yo en este instante.
Lloro, y de repente me encuentro con Cris, el de la buena vibra. Es como retornar de nuevo a la realidad y saber que es cierto lo que estamos viviendo, me abraza y me siento en total confianza de seguir con mi llanto, el mejor motivo para llorar: la emoción, tratamos en medio de nuestra impresión de buscar palabras para describir lo indescriptible, buscamos la camiseta del equipo creo que como una forma de que ellos sepan que estar allí tiene que ver con esa hermosa manada a la que pertenecemos y le hacemos a Talu su nombre con nuestro cuerpo, agradezco la hermosa oportunidad que me ha dado la vida de cruzarme en su camino. Sin personas así como ella la vida sería tan plana, conocer a alguien que ha sido auténtica en su vida y se ha lanzado a hacer lo que ama, es algo que para mi es maravilloso, dicen que admiras lo que no tienes y esa mujer la admiro demasiadisimo. podría extenderme más en lo que pasó en mi mente en esa cima, pero temo que puedan llegar a pensar que fue el mal de altura.


Empieza el descenso y, con él, el pensamiento de los casi 27 km que aún nos quedaban por recorrer. Lo bonito para mí es que, en mi cabeza, si ya subimos, bajar debe ser más fácil. Pero tengo que admitir que, después de pasar el hielo, apareció un suelo arenoso que no había sentido antes y, de repente, pensé: "Mis botas no tienen tanto agarre". Fue entonces cuando comenzaron los resbalones, uno tras otro. Diana en el piso.
Para tranquilidad del querido guía, sale mi espíritu "tranqui" y le digo: "No te preocupes, yo sé caerme". Bajamos con el arnés y la cuerda guía hasta el punto donde podíamos prescindir de ellos, pero una presión en el pecho empezó a incomodarme. Le dije al guía: "Siento el pecho apretado, pero creo que si me quito toda esta ropa se me pasa". Su respuesta fue simple y firme: "No, esperemos a llegar al punto donde dejamos las cosas y allí hacemos la transición".
Acepté, y en ese momento, rendida, apoyé mi cabeza sobre una piedra. Entonces recordé a mi hermano mayor y sus frases motivacionales: "Un tintico y a seguir existiendo". Pues sí, nadie dijo que vine hasta aquí para quedarme. Me levanté, respiré profundo y me repetí: "Allá donde están esas carpas puedo quitarme todo esto". Me puse la camiseta del equipo y salí a correr.

La sensación de libertad fue inmediata, pero, para mi desfortuna, el peso en el pecho persistía. Lo único que podía hacer era caminar. En ese momento, solo sabía que estábamos la familia Pérez, yo y, de vez en cuando, los guías o Cris. El resto de la humanidad se veía como puntos de colores en la distancia. No entendía qué pasaba con mi cuerpo. No tenía sueño, pero mi corazón latía lento, pausado, como si quisiera dormirse.
Mi única esperanza era llegar a La Playa y descansar. En mi cabeza no existía la meta final en la puerta azul del Valle del Cocora, solo esa entrada bendita a La Playa. Reagrupamos, todos se sentaron y me comí un dátil con la esperanza de que me devolviera la energía, pero nada. Solo quería ver la casa, llegar y dormir 20 minutos, lo justo para volver a la vida. También pensaba Talu como logra sobrevivir 5 días o más sin dormir, la admiré, la admiré mucho, pero en parte también pensé y si no es sueño y me estoy metiendo este pajaso mental, en fin…
Después de la pausa, seguimos caminando. Pasamos por una casa antes de La Playa llamada Japón y, poco después, escuché el sonido del agua. ¡Habíamos llegado!
Me desprendí de todo lo que me pesaba, menos de mi alma. Fui por mi tintico con chocorramo, como lo dicta la constitución. Comimos algo ligero y, tras dejar listas nuestras cosas para que la mula las bajara, programé mi reloj para una siesta de 20 minutos. La idea era despertar renovada y continuar con los 18 km adicionales antes de que el sol se ocultara. Nuestro objetivo era llegar al Valle del Cocora y ver las majestuosas palmas de cera.
Cuando salimos del campamento, nos aplaudieron. Creo que los guías y turistas que conocen la ruta entendieron lo que significaba hacer todo este recorrido en tiempo récord. Quedaríamos en su memoria como los triatletas que lo lograron en la mitad del tiempo. O, según Daniel, como "el hombre guapo y sus tres amigos".
Lo más difícil de toda la travesía estaba por venir. Empezamos a bajar, pero el terreno no era solo descenso, sino una serie de repechos que nunca había sentido antes. Una leve llovizna nos acompañó mientras avanzábamos con lo básico en nuestras maletas. Intentamos correr, pero pronto noté algo extraño: mi corazón se quedaba quieto cuando caminaba.
Me alarmé. Si dejaba que mi corazón mantuviera ese ritmo, ahí me quedaba. La única opción era darle vida, así que decidí correr para despertarlo. Pero el terreno no era solo bajada, y en las subidas sentía que mi corazón no lograba bombear suficiente sangre a mis piernas. Era evidente que algo pasaba, así que le conté a Dani: "Para mí, bajar el ritmo no es opción, si no mantengo el impulso, aquí me quedo". Él, con total empatía, me acompañó.
Entre conversaciones sobre la vida y el trabajo, llegamos a una casa abandonada donde hicimos una pausa para comer queso, jamón y tostadas. Dani nos mostró la huella de su caída por ir pensando en el trabajo. Viendo su embarrada, pensé: "Esto es lo que amo de correr en la montaña. Hay que estar presente, o terminas de cara contra el planeta".
La montaña nos regaló un momento de diversión mientras corríamos bajo la llovizna, pero luego empezó a llover fuerte y el barro nos obligó a bajar el ritmo. Aun así, seguimos firmes con nuestro objetivo: llegar antes de que el sol se ocultara para ver el Valle del Cocora de día.
En medio de la recuperación de mi ritmo cardiaco, llegamos nuevamente a los puentes colgantes, señal de que el final estaba cerca. De repente, apareció una tímida palmera a nuestra izquierda. Le pregunté al guía si podríamos ver más, y él señaló a la derecha. Allí estaban, las palmeras tocando el cielo. Qué vista tan mágica para cerrar esta travesía.
En diciembre había estado en Salento soñando con este momento. Hoy, ese sueño se hizo realidad.
Aquí termina esta bella travesía, que dejará en mi corazón y en mi mente el brillo del sol sobre la nieve y la magia de cada paso que nos condujo hasta la cima.

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